Película usa del 2021, de una duración de 112 minutos, con una valoración de 5/10, bajo dirección y guión de Paul Schrader. Drama triller.
William Tell (Oscar Isaac) es un contador de cartas metódico y calculador: después de varios años de haber estado en prisión, dedica su vida entera a sobrevivir de apuestas pequeñas en el casino. Un día, La Linda (Tiffany Haddish), una reclutadora de jugadores de póker, se acerca a él y le ofrece un trato que los puede hacer ganar mucho dinero. En un inicio él la rechaza, pero la llegada de un joven sin padre llamado Cirk (Tye Sheridan) revive viejas heridas y lo llevan a aceptar el acuerdo en busca de enmendar su pasado.
Su director puede llegar a desesperar a los más impacientes: la información se revela lentamente, como un juego muy largo que mantiene al espectador adivinando hacia dónde irá la historia. Desde su escenografía hasta su banda sonora, éste es un trabajo de extrema mesura de inicio a fin, lo cual puede hacer que el clímax se sienta poco satisfactorio, sobre todo si se tiene en cuenta la tensión acumulada hasta ese momento.
El largometraje dista mucho de ser el un buen trabajo; sin embargo, sigue siendo un estudio interesante sobre la moralidad humana, lleno de misterio, tensión y preguntas difíciles de responder.
La gran tragedia de las películas de es la imposibilidad de sus personajes de enfrentarse, como individuos, a un gran sistema corrupto y podrido.
La vida no se moldea, como la narrativa, en términos de compraventa de impacto emocional, ni se dibuja en una clara línea hacia alguna parte. Por ello, si alguna historia llega a entreverse en la rutina de William Tell, esa es la del propio pasar de los días, que no es más que un camino cosido a base de retazos de tiempo muerto, espera tras espera.
La película como su protagonista, quiere nadar en un estricto aquí y ahora, que en el fondo no hacen más que negarse a sí mismos. Tell transita por entre casinos y contempla con cautela puertas que ante él podrían abrirse; calcula barajas, porcentajes. Sin embargo, su historia no guarda forma de caída, ni siquiera de vacua persecución de la gloria. Puro cerebro, personaje y película se mantienen alejades: caminan entremedio, entre las breves pausas y los murmullos incomprensibles que configuran el corazón de una partida de póker. Son deslugares, anticaracteres. A Bresson le apasionaba el alma humana, si bien despreciaba la psicología.
Sin embargo, con pudor, el reverendo del póker va a cubrir todos los muebles de las habitaciones que ocupe, motel tras motel, con unas sábanas blancas. Extraña liturgia para el desnudo sentimental: solo con los muebles tapados, podrá empezar a anotar aquello que remueve sus entrañas en un cuaderno. Pero sobre el papel, su letra perfectamente cursiva resulta fría, intraspasable… Opaca, orquestada con la habilidad propia de un profesional, también la voz de Oscar Isaac es fundamentalmente inhumana:
Para un cineasta calvinista como Schrader, lo individual es pura anécdota.
Por encima de rasgos y caracteres, por encima de todos nosotres, en la pantalla rige una sola verdad: la imagen. «Raramente cambio los ángulos de cámara. Una persona no es la misma si la vemos desde un ángulo totalmente diferente», concluye Bresson. Son palabras mayores: la vida se muestra de forma radicalmente diferente según un simple tiro de cámara, por lo que solamente encuadrando la realidad de la forma más limpia posible, solo entonces, esta podrá desvelar algo de lo más hondo sus entrañas. Contra el privilegio del plano perfecto (el one perfect shot), incluso en escenarios tan dados al espectáculo de luz y color como son el entramado de casinos norteamericanos, Schrader opta por construir el mundo de las mesas de póker desde el ascetismo estético más absoluto. Una sola luz ilumina todas las cartas, las fichas y las manos, que se intercambian con una fluidez algo desapegada. Por el contrario, las secuencias del infierno carcelario fueron filmadas muy de cerca, en ángulos inquietantes y lentes anamórficas. Cuerpos de víctimas y verdugos empiezan entonces a deformarse, por acción de los objetivos de ojo de pez, y nos gustaría creer que aquello fue solo una pesadilla. Pero quizás todo lo que tras la imagen había que descubrir era que, en efecto, Dios habla bajito y el Diablo filma en ojo de pez.